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Recuerdo perfectamente cuando empecé a crecer y asomaban los primeros indicios de una preadolescencia incipiente. Eran momentos complicados en el que tu cuerpo empezaba a cambiar sin tu permiso, y las miradas picaronas de las abuelas y tías en las reuniones familiares te hacía sentirte como un extraterrestre al que nunca hubieran visto antes.
Pero, más difícil que para mí, lo fue para mi padre. Él veía como su tierna y dulce niñita de rizos dorados se convertía en una chica con senos a la altura de las amígdalas y con contestaciones reivindicativas dignas del mismísimo Stalin.
Mi padre observaba con horror como todo en mí crecía y no estaba dispuesto a asumirlo. Y es que hay padres que no quieren que sus hijos crezcan.
>Es cierto que éste es un sentimiento generalizado en todo padre. La visión de aquellos bebés con tan solo dos dientes, el recuerdo de los abrazos y juegos inocentes de los niños donde había mordiscos y besos por todo el cuerpo, pedorretas en la tripa y cuentos al finalizar el día, son los mejores recuerdos que probablemente tendremos de nuestros hijos. El tiempo no se puede detener sino que nos atraviesa, lo queramos o no, arrastrando a nuestros tiernos niños y convirtiéndolos en adolescentes rebeldes sin nuestro permiso, sin apenas darnos cuenta y sin prepararnos para tan tremendo trauma.
¿Dónde se ha quedado mi niña? se decía mi padre mientras yo me ponía los pantalones más irreverentes que encontraba en mi armario. Y, a la vez que yo me empeñaba en buscar cómo desesperar y escandalizar a mis padres con un pelo más rojo, más corto o con un nuevo “amigo”, a ser posible que no fuera de su gusto, mi padre se empeñaba en comprarme ropa de niña pequeña pero con talla XXL. Con 15 años me regaló un jersey de lana azul con ovejitas por mi cumpleaños, cuando yo volvía loca a mi madre buscando una cazadora de cuero negro que me convirtiese en una rebelde sin causa con aspecto de motera de la Ruta 66.
A mi padre le exasperaba oírme hablar por teléfono con mis amigas sobre chicos, y casi le da un patatús cuando vio la clase de cómic y libros que leía, muy lejos de los cuentos de princesas que me leía.
Yo no comprendía entonces por qué mi padre no quería darse cuenta de que yo estaba creciendo. Por qué no entendía que ya no era la misma persona, que era casi adulta y sin embargo mi madre sí lo hacía.
Con el tiempo, y tras ser madre, empiezo a experimentar el miedo de ver como mis hijas se hacen mayores, asoman con claridad aquellos recuerdos y el problema que tenía mi padre, pero no solo conmigo, sino consigo mismo. No quería perder a su hija, no estaba preparado para sufrir ese cambio. Era incapaz de asumir que ya era capaz de rebatir sus razones con fundamentos y que, por mucho que él se enfadase conmigo, que yo me convirtiese en adulta no era culpa mía. Tan desconcertado estaba él como yo.
Ahora me veo reflejada en él, efectivamente no quiero asumir que mis niñas crecen muy rápido queriendo sobre protegerlas haciendo lo que deberían hacer ellas, eximiéndolas de sus responsabilidades, eligiendo sus amistades como si ellas no tuvieran el criterio suficiente para hacerlo por sí mismas. Escojo todo en su vida: su ropa, con quién van a dormir y con quién no, qué comerán, lo que deben decir y lo que no… y no lo hago por obligación, lo hago por gusto, por ese instinto de madre que nos lleva a estar encima de nuestros hijos aunque no lo necesiten.
No me quiero dar cuenta, de que ya empiezan a llegar los momentos en los que en ocasiones les estorbo más que les ayudo. Con mi comportamiento impongo mis deseos de tenerlas siempre bajo mis alas, y no las dejo desarrollar todo su potencial. Sin duda, la adolescencia de los niños es un aprendizaje para ellos, pero también para nosotros, que debemos aprender a relajarnos y dejar que vuelen, con control, pero que empiecen a despegarse del nido que tanto tiempo y esfuerzo nos ha costado construir.
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